Las Runas de Poder


El desfiladero debería llevarles hasta las ruinas de la maldita y legendaria ciudad de Shamballah, pero aquellas coordenadas no cuadraban. Las viejas instrucciones del manuscrito no se correspondían con lo que Erin veía a su alrededor. Jokus, un pequeño perro mestizo, se movía nervioso mientras ladraba en dirección a su dueña. Erin estaba confusa, por más que giraba el mapa no conseguía encontrar la ruta. La angosta garganta seguía la misma dirección que marcaba el mapa. El rumbo parecía ser el correcto, pero el camino no lo era. «El mapa no puede estar mal. ¿Cómo puede ser que el camino sea distinto, si no se puede ir por ningún otro lado dentro de este maldito desfiladero?», pensó la joven.

La búsqueda de Shamballah y sus riquezas la había llevado hasta la guarida de un viejo hechicero, en una urbe cercana en donde permanecía confinado, como si no quisiera saber nada del mundo que lo rodeaba. Las primeras noticias sobre su existencia le llegaron gracias al grabado de una piedra escrito mediante un sistema rúnico. Pudo traducirlo en la gran biblioteca de Takshalia con ayuda de sus eruditos, y entre las tablillas de arcilla que pudo hallar en la parte más recóndita de la biblioteca, apareció el nombre de Shamballah como el nombre de una ciudad datada en los primeros días del mundo, cuando se creía que los dioses aún caminaban entre los mortales. Riquezas, tesoros y magia… Asombrosos objetos mágicos, gemas brillantes de incontables formas y colores, y la sabiduría perdida enrollada en innumerables papiros dentro de la ciudad.

Erin encontró aquella litografía cuando acechaba furtivamente las posesiones de una de las caravanas que circulaban al otro lado del gran desierto, hacia el sur. El rico mercader ni siquiera había echado en falta un viejo trozo de piedra, ni las baratijas, ni las delicadas piezas de tela que la diminuta muchacha rubia se había llevado de allí. De lo poco que pudieron traducir debido al estado de la roca, averiguaron la existencia de un mapa de Shamballah y dónde estaba enterrado, dentro de la guarida del hechicero.egizi5

El pedazo de papiro que sostenía Erin entre sus manos casi le costó la vida al adentrarse en el hogar del chiflado mago, pero desde luego había merecido la pena. Aquel manuscrito no podía ser falso y la ciudad, al igual que sus tesoros, tenía que existir. Jokus dejó de ladrar y Erin salió de su ensimismamiento. Poco a poco comenzó a prestar más atención a todo lo que le rodeaba. Unas piedras pequeñas se desprendieron del desfiladero. Sus paredes eran escarpadas, estrechas y rocosas, y el sonido de los guijarros retumbó a lo largo y ancho del cañón. Un sexto sentido desarrollado durante años de robos y pillajes, puso sobre alerta a la muchacha quien se escondió rápidamente al igual que Jokus. El perro estaba bien adiestrado por su dueña.

A medida que se desvanecían por el oeste las últimas luces del día, nada ocurría y la calma de aquel lugar permanecía inalterada. Erin empezó a preguntarse si estaba equivocada, si la paranoia le había jugado una mala pasada. Transcurrieron varios minutos más hasta que la oscuridad invadió el desfiladero y ya no pudieron ver nada. La joven se decidió a salir de su escondite, pero unas sombras negras se habían acercado sigilosamente, acechándola. Erin se asustó y corrió hacia el interior del cañón, tropezó con una soga de cuero tirada en el suelo y cayó de bruces. Se oyó el chasquido de una cuerda que había cedido. En ese momento una avalancha de rocas y escombros se deslizó en cascada por la ladera izquierda con un ruido atronador. Jokus la empujó antes de que una imponente piedra la aplastara.

A Erin le pareció ver una sombra que se acercaba por detrás cuando se incorporaba y comprobó aterrorizada cómo una figura espectral trataba de agarrarla. Corrió asustada hasta la otra pared del desfiladero y subió rápidamente la empinada pendiente. Se quedó sin aliento. Jadeó y se paró brevemente para ver si las figuras fantasmagóricas la seguían. En cambio, en lo alto, vio la inconfundible túnica negra del hechicero a quien había robado el mapa. Siguió corriendo por la pendiente, huyendo de sus perseguidores. Tropezó. Erin miró hacia arriba, buscando un camino por el que poder huir y vio a Jokus que ladraba un poco más allá. La muchacha se levantó y llegó hasta su fiel compañero.

La entrada de una cueva se descubría ante sus ojos. Estaba oculta y era totalmente imposible divisarla desde ninguna parte de la vaguada. Se encontraba perfectamente camuflada con las piedras de las paredes que la rodeaban. Erin no tenía otra alternativa y entró en ella con la esperanza de encontrar otra salida.

Se internó por un angosto pasillo oscuro. Caminó a tientas palpando las paredes para no perderse o caerse al suelo. Los sentidos de Jokus le permitían avanzar mucho más rápidamente y la joven ladrona le oía muy lejos. Ladraba. Trataba de guiarla. La oscuridad era total. Sintió el frío de ultratumba acercarse, algo en su interior le decía que la estaban siguiendo. Dejó de tocar el muro y trató de caminar más deprisa, aun yendo a ciegas. Oyó una voz en el interior de su cabeza que la hizo detenerse. «No te das cuenta de la importancia que tiene lo que me has robado. Esto va mucho más allá de tu entendimiento y comprensión. Shamballah es un sueño. Shamballah es poder. Shamballah es magia… Devuélvemelo y no te haré ningún daño», era la voz del hechicero.

— ¡Ni siquiera sabías de su existencia! —le respondió a través de su pensamiento.

— Eso es irrelevante, lo encontraste dentro de mi casa. Me pertenece y ¡pienso recuperarlo! —el tono comenzaba a ser amenazador.

Un fuerte dolor invadió la cabeza de Erin, como si alguna fuerza intentase penetrar en su mente, dominarla. Su lucidez se desvanecía por momentos. Sentía el control, pero no podía luchar contra él. El dolor se hacía insoportable. Oyó el ladrido de Jokus como si estuviera muy lejos de allí, mucho más que antes. Era como si la oscuridad que la invadía en ese momento fuera mucho mayor. Los ladridos se alejaban. Sentía mareos, náuseas… Perdía el control, se desvanecía. Su equilibrio se esfumó, flotaba. No distinguía lo que estaba encima de lo que estaba a sus pies. Un mordisco fue lo único que la unió de nuevo a la realidad. Una débil sensación que la llevó a correr hasta una pequeña cámara de la cueva, donde su cuerpo se derrengó y el sentimiento de opresión desapareció.

Jadeó. El sufrimiento había sido agotador. Erin fue recuperando la consciencia poco a poco. Aún estaba aturdida, pero ya distinguía lo que había a su alrededor y su sentido del equilibrio se estabilizaba lentamente. Le pareció ver la figura de un hombre, de un antiguo caballero, iba ataviado con una roída capa blanca y una loriga larga formada por anillos de metal montados sobre alambres, propia de los guerreros que luchaban a caballo en las antiguas órdenes religiosas del otro lado del Lasha-Beseres. Se encontraba postrado sobre un altar de piedra y una espada de doble filo se apoyaba a su lado, sobre el retablo.

— No te preocupes, aquí no puede penetrar su magia —Una voz se dirigió a Erin—, al fin y al cabo este es un lugar sagrado. Recóndito… oculto… austero…, pero sagrado.

— ¿Quién eres? ¿Qué es este lugar?

— ¿Esto?, ya casi ni me acuerdo… —Estaba dubitativo—. ¡Hace tanto tiempo ya! ¿Cuánto tiempo habrá pasado? —Parecía confundido—. Las runas… las runas, ¡sí! Eso es, están las runas. —El caballero se puso en pie y se giró. Tenía unas escrituras en su armadura y en uno de sus guanteletes. Erin reconoció el sistema rúnico, era el mismo que el del mapa—. Soy el último de los guardianes, de una antigua orden aunque ya no me acuerdo de su nombre. ¡Perdona!, no me he presentado. Me llamo Rivert de Dalt.

— Yo soy Erin y mi amigo, Jokus —El can movía la cola alegremente.

— ¿Cómo habéis dado con este sitio?, nos aseguramos de que nadie lo encontrara, destruimos todas las pistas…

— Bueno ha sido por casualidad, busco Shamballah, la ciudad…

— Si… La ciudad maldita… Casi no la recordaba…

— No quiero molestarte, pero si me dices cómo puedo encontrar el camino de este mapa, te dejaré meditar en paz. —Erin le enseñó el plano al caballero. Rivert lo miró.

— Sólo tienes que seguir el cañón, atravesarlo y seguir la cuenca del gran río hacia el norte. Shamballah es la Ciudad Bajo la Montaña, verás sus muros en las cumbres más escarpadas de esta cordillera.

— Pero el desfiladero es totalmente diferente, ¿estás seguro de que es la dirección correcta? —le preguntó.

— Muchacha, ¿cuántos años han pasado desde que se hizo ese mapa? —le respondió—. El viento, la lluvia, el frío, el paso del tiempo y sobre todo el río torrencial del cañón han perfilado y cambiado el dibujo de las montañas. Sigue su cauce seco, el que marca el desfiladero hasta el gran río. —Rivert de Dalt se postró de nuevo ante el altar.

— ¡Otra cosa más!—le preguntó al sentir de nuevo el frío espectral—. ¿No conocerás otra salida, no?

— No la hay —Se limitó a decir.

Por alguna razón Erin se encontraba tranquila y Jokus no ladraba. Se fijó por primera vez en la estancia, una pequeña caverna con una inmensa talla ovalada enfrente del altar. Se podía apreciar la figura de una gran gárgola y las siluetas de varios caballeros desgastadas con años y cubiertas por sus alas. Una repisa de piedra cubría los pies de la criatura alada extendiéndose a lo largo de toda la pared. Diversas copas, candeleros y otros objetos decoraban todo el estante y, a su vez, unas lámparas de aceite ofrecían una tenue iluminación al habitáculo.

En el centro, Erin pudo ver unas piedras de río, cantos redondeados y pulidos hasta los bordes. Tenían distintas tonalidades. La mayoría de ellas grises, pardas o negras. Muchas estaban moteadas y algunas veteadas, como si estuvieron formadas por varios compuestos. Pero lo que más llamaba su atención era su perfecta forma cuadrada y decantada hacia los márgenes. Erin observó asombrada, pese a la sencillez de aquellos objetos, de que alguien se hubiera tomado tantas molestias en esconder las piedras en un lugar tan recóndito.

— ¿Qué son, Rivert? —preguntó.

— ¡Las runas de poder!

— ¿Runas?, no veo ninguna, solo son piedras de río pulidas… —Rivert rió airadamente.

— Muchos matarían por poseer tan sólo una de esas piedras. El poder que encierran es demasiado peligroso si cayera en malas manos. —Erin recogió uno de los cantos sin creerse la historia del guerrero.

— No parecen gran cosa, —se dijo a sí misma— ¿no te da miedo que las roben?

— Sólo un alma pura puede controlar su poder, cualquiera las puede coger y se las puede llevar, pero sólo serán piedras si tu corazón no es noble.

— ¿Cómo puedo saber si soy una de esas personas?

— Entonces es cuando aparecerá la runa labrada en la piedra.el-sofa-amarillo-cantos-rodados-52

— ¿Y qué puede hacer cada una?

— Eso no se sabe, muchacha —hablaba como si tratara de recordar—. Según cuentan las antiguas leyendas, el poder de cada una se revela de forma diferente en cada individuo. Quizás con una necesidad, o potenciando una cualidad o invocando cualquier tipo de magia. El secreto para controlar su poder desapareció hace mucho tiempo y ya nadie lo conoce, ni siquiera los caballeros de mi orden —se detuvo un momento—. A veces me he cuestionado por qué he malgastado mi vida sirviendo y protegiendo unas simples piedras…

— ¿Nunca has visto su poder?, ¿si son mágicas?

— ¡Jamás! —Rivert parecía descorazonado—, ni siquiera las runas talladas.

Erin tomó furtivamente uno de aquellos guijarros y lo escondió en el collar Jokus, mientras se guardaba un par más. Rivert no parecía haberse dado cuenta, el tiempo a solas en esa diminuta estancia le había quebrado el espíritu.

Un golpe seco y un frío intenso entraron repentinamente en la caverna. Rivert empuñó su espada dispuesto a enfrentarse al hechicero que había profanado aquel lugar sagrado, pero una fuerza invisible lo detuvo y lo arrojó contra una de las paredes de la cueva. El dolor volvió a introducirse en la cabeza de la muchacha y se hizo tan agudo que se desplomó en el suelo. Jokus se lanzó contra el mago espumando por la boca, dispuesto a defender la vida de su dueña. El hechicero trató de detenerle, pero su magia resultó inútil. Jokus le mordió el cuello con tanta furia, que el hechicero murió lentamente desangrado.

Erin no tenía fuerzas. No podía moverse. El penetrante dolor la había dejado postrada de costado. Vio la escena en parte. Su visión estaba marcada en gran medida por el suelo y sólo pudo apreciar como el mago caía al suelo y cómo Jokus lo degollaba, mientras escuchaba los gritos de dolor, casi mudos, del hechicero. Vio acercarse a su compañero. Le lamió la cara en un gesto de afecto y Erin trató de acariciarle en vano. Estaba totalmente paralizada y se fijó en la piedra que había escondido dentro del collar. Había una runa perfectamente marcada y labrada. Tenía la forma de la huella de un gorrión.

Sin título

Sergi García López